Afortunado en el juego de E.T.A. Hoffman




(Spieler-Glück, 1819)

I


Piermont fue más visitado que nunca en el verano de 18... De día en día iba en aumento la llegada de ricos y nobles extranjeros, lo que hacía rivalizar a toda clase de especuladores. Así, pues, los banqueros del faro tuvieron buen cuidado en amontonar gran cantidad de oro reluciente, con el fin de atraer a la caza más noble que, como diestros cazadores, pensaban hacer suya. ¿Quién no sabe que en la temporada de baños en los balnearios, en que nadie sigue sus antiguas costumbres, todos se entregan, sin premeditación, a una gran ociosidad, a una holganza placentera, a la que resulta irresistible el atractivo y el encanto del juego? Vense, entonces, personas que jamás tocaron una carta acercarse a la banca como jugadores acérrimos, y sobre todo, por lo menos en el mundo elegante, es de buen tono encontrarse todas las noches en la mesa de juego y jugarse algún dinero.

Un joven barón alemán, a quien llamaremos Sigfredo, era el único que parecía no hacer caso de este encanto irresistible. Cuando todos se apresuraban hacia la mesa de juego, privándole de la posibilidad de entretenerse con la conversación, que tanto le gustaba, se dedicaba a dar paseos solitarios, siguiendo el curso de su fantasía, o permanecía en su aposento con un libro en la mano, o bien ejercitándose en algún ensayo literario y poético.

Sigfredo era joven, independiente, rico, de noble figura y modales elegantes, de tal modo que todos le querían y lisonjeaban, y gozaba de éxito entre las mujeres. Añádase a esto que en todo lo que emprendía parecía favorecerle una estrella singular. Contábanse toda suerte de aventuras amorosas, que para otro cualquiera hubieran tenido consecuencias funestas, y que para él tuvieron un desenlace feliz y de facilidad increíble. Los ancianos que conocían al barón tenían la costumbre de hacer mención de su buena suerte y solían contar la historia de un reloj, historia que le había sucedido en sus años juveniles.

Sucedió, según decían, que Sigfredo, siendo menor de edad, hizo un viaje, y encontrándose en apuros económicos para poder seguir, tuvo que vender su reloj de oro, ricamente guarnecido de brillantes. Se vio obligado a vender, por muy poco dinero, este valioso reloj; como diese la casualidad que en el mismo hotel se alojase un joven príncipe que, precisamente, buscaba una joya semejante, obtuvo un precio mayor de lo que valía. Había transcurrido un año y ya Sigfredo se había transformado en un hombre dueño de sí mismo, cuando en otro lugar leyó en el periódico que se rifaba un reloj. Compró una papeleta, que apenas si costaba nada, y... ganó el reloj guarnecido de brillantes que había vendido. Poco después lo cambió por una sortija de gran valor. Durante algún tiempo entró al servicio del príncipe G., que a su partida le regaló como recuerdo, en prueba de su aprecio, el mismo reloj de oro guarnecido de brillantes y una rica cadena.

Esta historia dio lugar a que volviese a hablarse de la antipatía de Sigfredo por las cartas y su total negativa a tocarlas, aunque su manifiesta buena suerte podía predisponerle hacia ellas, y todos estuvieron de acuerdo en que el barón, no obstante sus buenas cualidades, era un avaro, muy medroso y cobarde para exponerse a la menor pérdida. Aunque la conducta del barón desmentía estas sospechas de avaricia, no lo tuvieron en consideración, y como siempre suele acontecer que la mayoría de la gente se obstina en añadir un pero a la reputación de un hombre de mérito, y este pero siempre puede encontrarse, aunque sólo sea en su imaginación, todos quedaron muy satisfechos con la explicación de la antipatía de Sigfredo por el juego.

Pronto supo Sigfredo lo que de él afirmaban, y como era de condición liberal y magnánimo, y nada odiaba y despreciaba más que la tacañería, decidió, para confundir a sus calumniadores, aunque su aversión al juego era mucha, librarse de aquella molesta sospecha, perdiendo dos o más cientos de luises de oro. Con esta intención se acercó a la mesa de juego, dispuesto a perder una gran suma de dinero; pero también en el juego le favorecía la fortuna, como acostumbraba en todas sus empresas. En todas las cartas que elegía, ganaba. Los cálculos cabalísticos de los más consumados jugadores fallaban ante la buena suerte del barón. Bien cambiase las cartas, bien conservase las mismas, siempre salía ganando. El barón ofrecía el espectáculo de un jugador despechado, porque le eran favorables las cartas, y por más sencilla que fuese la explicación de su conducta, todos se miraban asombrados y pensativos, dando a entender que, dada la inclinación del barón por lo insólito, se había vuelto loco, pues en verdad era una locura lamentarse de su propia suerte.

La misma circunstancia de haber ganado una considerable cantidad obligó al barón a seguir jugando, pues con toda probabilidad a su ganancia seguirían las pérdidas, conforme a su propósito inicial. Pero tampoco se realizó esta suposición suya, y continuó inmutable la suerte del barón. Casi sin darse cuenta, cada vez más, fue apoderándose del barón el fatal placer del juego del faro, que era de extrema sencillez. Ya no se enojaba contra su fortuna, el juego ocupaba toda su atención, y pasaba noches enteras dedicado a él. El barón se vio obligado a reconocer lo que le habían dicho sus amigos acerca de la seducción del juego, ya que no era la ganancia lo que le atraía, sino el juego en sí mismo.

Una noche, cuando el banquero acababa una talla, levantó Sigfredo la vista y vio a un anciano frente a él, que le miraba fijamente con aire triste y serio. Cada vez que el barón levantaba la vista de los naipes, se encontraba con la mirada sombría del desconocido, así que no podía evitar sentir una impresión penosa, que le angustiaba. Tan pronto como el juego terminó, el desconocido salió de la sala. A la noche siguiente, de nuevo volvió a colocarse frente al barón, mirándole fijamente con mirada sombría y siniestra. El barón permaneció sin inmutarse; pero cuando a la noche siguiente volvió a encontrarse el barón con la mirada del desconocido, que despedía fuego, no pudo contenerse y le dijo:

—Caballero, le ruego que cambie de lugar, aquí estorba usted mi juego.
El desconocido se inclinó, sonriendo dolorosamente, y sin decir palabra alguna abandonó la mesa de juego y la sala.
A la noche siguiente, de nuevo volvió a colocarse el desconocido frente al barón, nuevamente clavando en él su mirada ardiente.
Esta vez el barón, más furioso que la noche anterior, le dijo:
—Caballero, si le divierte a usted mirarme, le ruego que escoja usted otro sitio y otra ocasión, pero en este momento...

Un ademán señalando la puerta sustituyó las duras palabras que el barón estaba a punto de pronunciar. Y como en la noche anterior, el desconocido, con idéntica sonrisa dolorosa, abandonó la sala. La agitación del juego, junto a la del vino que había bebido, incluso la escena con el desconocido, impidieron dormir a Sigfredo. Ya empezaba a amanecer cuando volvió a aparecérsele la figura del desconocido. Veía de nuevo el rostro con sus facciones contraídas por el pesar, la profunda mirada de sus ojos sombríos, que le miraban fijamente, y a pesar de su pobre traje no podía dejar de reparar en su noble aspecto, que demostraba su rango distinguido. Al mismo tiempo consideró la dolorosa resignación con que el desconocido acogió sus duras palabras, de tal modo que se reprochó a sí mismo, con amargura, la violencia con que le había expulsado de la sala.

—¡No —exclamó Sigfredo—, he sido injusto, muy injusto con él! ¿Tengo yo, acaso, los modales de un grosero para ofender a un ser sin el menor motivo?

El barón llegó a persuadirse de que aquel hombre al mirarle de aquel modo sólo cedía a la sensación horriblemente penosa del contraste chocante que suponía ver al barón amontonando oro en su juego insolente, mientras él luchaba con la más amarga necesidad. Decidió, pues, dirigirse al desconocido al día siguiente, y darle una explicación. La casualidad quiso que precisamente la primera persona con que se encontró en el paseo fuese el desconocido. El barón se dirigió a él, disculpando con insistencia su conducta de la noche anterior, y concluyó pidiendo perdón al desconocido. Éste dijo que no tenía nada que perdonarle, pues hay que considerar la condición del jugador cuando está en pleno juego, y que, por lo demás, él mismo se culpaba de haber permanecido obstinado en el mismo lugar, que estorbaba el juego del barón, provocando sus duras palabras.

El barón añadió aún más: dijo que a menudo se presentaban situaciones en la vida que oprimían al hombre de la más noble condición, dando a entender que estaría dispuesto a entregarle el dinero que había ganado, y más si necesitaba, para favorecerle.
—Caballero —contestó el desconocido—, usted me cree necesitado y no lo estoy, y aunque soy más bien pobre que rico, poseo más de lo que exige mi sencillo modo de vida. Además, podéis comprender que yo, aunque creyeseis haberme ofendido, y por eso quisierais reparar vuestra falta ofreciéndome dinero, no podría aceptarlo como hombre de honor, incluso aunque no fuese noble.
—Creo comprenderle a usted —contestó el barón— y estoy dispuesto a daros la satisfacción que me exijáis.
—¡Oh, cielos! —repuso el desconocido—. ¡Qué desigual sería el desafío entre nosotros dos! Estoy convencido de que tanto usted como yo no consideramos el desafío como una pelea de niños, y menos creemos que un par de gotas de sangre, como las que gotean a veces de un pequeño rasguño de un dedo, puedan lavar la mancha del honor. Sin embargo, hay circunstancias que pueden hacer imposible la existencia simultánea en la tierra de los hombres, aunque uno viva en el Cáucaso y otro en el Tíber, pues apenas si hay distancia mientras se concibe la idea de la existencia del enemigo. Entonces sí que el desafío es una necesidad, pues decide quién de los dos debe ceder su lugar al otro en este mundo. Entre nosotros dos —como he dicho anteriormente— el desafío es innecesario, porque mi vida no se valora tan alto como la vuestra. Si yo le matase a usted, destruiría un mundo de las más bellas esperanzas; si fuese yo la víctima, en cambio, habríais dado fin a una de las más tristes y amargas existencias, llena de los más terribles remordimientos. Lo principal es que no me tengo absolutamente por ofendido. ¡Usted me rogó que me fuese... y me fui!

Estas últimas palabras fueron pronunciadas por el desconocido con un tono que traslucía su íntima mortificación. Esto motivó que el barón volviese a disculparse, diciéndole que, sin saber por qué, la mirada le había impresionado tanto como si penetrase en su interior, tanto que apenas si la podía soportar.

—¡Ojalá fuese verdad —dijo el desconocido— que mi mirada penetrase en vuestro interior, y le diese a conocer a usted el inminente peligro en que se encuentra! Con el corazón alegre y con la confianza propia de vuestra juventud, estáis al borde del abismo, un paso más y caeríais sin posible salvación. En una palabra: está usted camino de ser un apasionado jugador y de arruinarse.

El barón aseguró al desconocido que se equivocaba totalmente. Luego le contó con todo pormenor cómo había llegado a la mesa de juego, y afirmó que carecía del espíritu del juego, que únicamente deseaba la pérdida de doscientos luises de oro, y que cuando esto sucediese, dejaría en el acto de apostar. Hasta ahora la suerte le había favorecido.

—¡Ah —exclamó el desconocido—, precisamente esta suerte es la más pérfida seducción y la más funesta tentación diabólica! ¡Justamente esta suerte que os acompaña, barón! La manera en que os habéis acercado al juego, vuestra conducta como jugador, todo delata el interés que poco a poco irá en aumento..., todo..., todo me recuerda vivamente el cruel destino de un desgraciado que, en muchos momentos, también empezó como usted.

¡Éste es el motivo por el que no puedo apartar la vista de usted, y por el que apenas si he podido retener las palabras que han dejado traslucir mis ojos! ¡Oh! ¿No ve usted cómo los demonios le tienden las garras para arrastrarle al Infierno? Hubiera querido gritar... Deseaba trabar amistad con usted, y por lo menos ya lo he logrado... Escuche usted la historia del infeliz del que le he hablado, y entonces se convencerá de que no es una fantasía mía el peligro de que le veo amenazado y del que le aviso.

Ambos, el desconocido y el barón, se sentaron en un banco solitario del paseo, y entonces el desconocido empezó su relato de este modo:

—Las mismas brillantes cualidades que usted posee, señor barón, poseía el caballero de Menars, por lo que era objeto de la admiración y el respeto de los hombres, así como el favorito de las damas. Por lo que respecta a la riqueza, la suerte no le favorecía tanto como a usted. Apenas poseía nada, y gracias a un género de vida muy económico podía aparecer en sociedad en las condiciones que exigía ser descendiente de una familia importante. Como la más mínima pérdida podía haberle sido fatal y haber trastornado su modo de vida, no se permitía el juego, bien es verdad que tampoco sentía inclinación por él, así es que al prescindir del juego no hacía ningún sacrificio. Por otra parte, todo lo que emprendía era coronado por el éxito, así es que se hizo frase proverbial la felicidad del caballero de Menars.

Una noche, en contra de su costumbre, se dejó persuadir y visitó una casa de juego. Los amigos con los que entró no tardaron en enfrascarse en él.
Absorto en sus pensamientos, sin participar en el juego, el caballero paseaba a lo largo de la sala, yendo de un lado a otro, tan pronto observando la mesa de juego como al banquero que amontonaba el oro que le llegaba de todas partes. De pronto, un viejo coronel reparó en el caballero de Menars y exclamó en voz alta:

—¡Por todos los diablos! Aquí tenéis al caballero de Menars, tan feliz como siempre, mientras nosotros no ganamos nada. ¡No está ni de parte del banquero ni de los jugadores! ¡Se acabó, ahora tiene que apostar por mí!

El caballero quiso excusarse de su escasa habilidad y de su absoluta ignorancia del juego, pero el coronel se empeñó y el caballero de Menars tuvo que sentarse a la mesa de juego. Allí le sucedió lo mismo que a usted, señor barón, todas las cartas le eran favorables, de tal modo que pronto hubo ganado una importante suma para el coronel, que no cabía en sí de contento por haber puesto a prueba la buena suerte del caballero de Menars.

Esta suerte, que sorprendió a todo el mundo, no hizo el menor efecto en el caballero; incluso no pudo comprender cómo con esto aumentó su aversión hacia el juego, tanto que al otro día, considerando los efectos del esfuerzo y de la fatiga de la noche pasada que se reflejaban sobre su cuerpo y su espíritu, decidió seriamente nunca más volver a poner los pies en una casa de juego. Se afianzó su decisión a causa de la conducta del coronel que, de nuevo con las cartas en la mano, atribuyó con insensatez su evidente mala suerte al caballero de Menars. Exigía, con insistencia, que el caballero apostase por él cuando jugase, o por lo menos que estuviese a su lado, y así con su presencia desterrase a los malos demonios que le arrebataban las cartas y la suerte de las manos.

Es bien sabido que en ningún sitio reinan mayores supersticiones como entre los jugadores. Finalmente, sólo con una solemne negativa, y declarando que antes preferiría batirse con él que jugar a su favor, pudo el caballero convencer al coronel, no muy amigo de duelos, de que dejara de importunarle. El caballero maldijo su anterior condescendencia ante aquel viejo loco. Como era de esperar, la historia del juego del caballero corrió de boca en boca y se tejieron toda clase de misteriosas y enigmáticas circunstancias en torno al suceso, que presentaban al caballero como a un hombre que estaba en relación con los poderes sobrenaturales. Pero como el caballero, a pesar de ser afortunado en el juego, seguía sin tocar una carta, aumentó la consideración acerca de la firmeza de su carácter y el aprecio de que gozaba.

Había ya transcurrido un año, cuando el caballero se encontró en la más penosa y apurada situación, debido al retraso del cobro de la pequeña suma de la que dependía su subsistencia. Se vio obligado a descubrirle su situación a su más fiel amigo que, sin pérdida de tiempo, le dio la cantidad que necesitaba, y al mismo tiempo le dijo que era el hombre más estrambótico que había conocido.
—Existen señales del destino que nos muestran el camino de buscar y encontrar nuestra salvación, pero sólo de nuestra indolencia depende que no atendamos ni escuchemos estas señales.
El supremo poder que regula nuestras vidas te ha dicho al oído muy claramente:
—Si quieres tener dinero y bienes, vete y juega, si no seguirás siendo pobre y necesitado, y siempre estarás en total dependencia.
Sólo entonces se dio cuenta de la extraordinaria suerte que le había favorecido en el juego del faro, y tanto despierto como en sueños se le aparecieron naipes y naipes, y oía las monótonas palabras del banquero: gagneperd, y el tin tin de las monedas de oro.
—Es verdad —se dijo en su interior—, una sola noche como aquélla me saca de la miseria, y me libra de la penosa circunstancia de ser gravoso a mis amigos; es mi deber escuchar y seguir las señales que me hace el destino.
El amigo que le había aconsejado que jugase le acompañó a la casa de juego, y además le prestó veinte luises de oro para que pudiese comenzar y apostar.
Si el caballero había sido afortunado apostando por el viejo coronel, esta vez la suerte le fue doblemente favorable. Escogía las cartas a ciegas, sin elegir, y las iba colocando, aunque en realidad no era él quien regía el juego, sino la mano invisible del poder sobrenatural, unida a la casualidad, que posiblemente era la casualidad misma. Cuando concluyó el juego, había ganado mil luises de oro.

Al día siguiente despertó el caballero como si estuviera atontado. Las monedas de oro que había ganado estaban dispersas cerca de él, sobre una mesa. En el primer momento le pareció estar soñando, se frotó los ojos, cogió la mesa y la acercó. Cuando, al fin, recordó lo que había sucedido y tocó las monedas de oro, cuando complacido las hubo contado una y otra vez, entonces sintió por primera vez todo su ser penetrado por el hálito fatal del placer del despreciable Mammon, que destruía la pureza de sus sentimientos, tanto tiempo intacta. Apenas pudo esperar que llegase la noche para acercarse de nuevo a la mesa de juego; tampoco entonces le faltó la fortuna, así es que en pocas sesiones, durante las cuales jugaba todas las noches, ganó una considerable suma de dinero.

Hay dos clases de jugadores. Para algunos el juego mismo, como juego, sin considerar las ganancias, es una fuente de un placer secreto e indescriptible. Los singulares encadenamientos del azar, que cambian a lo largo del extraño juego, dan lugar a que se muestre el dominio de un poder superior, y esto es precisamente lo que incita a nuestro espíritu a tocar sus alas, y a intentar penetrar en el oscuro reino y en el obrador fatal de ese poder, para contemplar cómo se gestan sus obras. Yo he conocido a un hombre que pasaba noches y días enteros haciendo la banca, solo en su habitación y apostando contra él mismo; a mi parecer, ése era un verdadero jugador.

Otros únicamente miran la ganancia y consideran el juego como un modo de enriquecerse rápidamente. A esta clase de jugadores pertenecía el caballero, y de esta suerte confirmó el aserto de que la verdadera pasión del juego es un sentimiento innato en cada individuo. Por eso mismo, pronto encontró el caballero que era muy estrecho el círculo en que se movía para apostar. Con la considerable suma que había ganado, estableció una banca, y como la suerte seguía favoreciéndole, en poco tiempo su banca fue la más rica del país. Como era de esperar, siendo el banquero más rico y afortunado, acudieron a él la mayoría de los jugadores. La desarreglada y licenciosa vida del jugador pronto corrompió las cualidades espirituales y corporales que tan apreciado y respetado habían hecho que fuera el caballero. Dejó de ser el amigo fiel, el compañero alegre y confiado, el caballeroso y galante adorador de las damas. Desapareció su amor a las artes y a las ciencias, y se extinguió su deseo de conocimiento y estudio. En su rostro pálido como la muerte, en sus ojos hundidos y brillantes, ardía el oscuro fuego que expresaba la desastrosa pasión que le tenía encadenado. ¡No era la pasión del juego, no, era un ansia desenfrenada de riqueza, que el propio Satanás había encendido en su corazón!... En una palabra: ¡era el banquero más perfecto que se había visto jamás!

Una noche, sin que la pérdida fuese grave, el caballero vio que la suerte le era menos favorable que antes. Acercóse a la mesa de juego un hombrecillo viejo, seco y pobremente vestido, incluso de mal aspecto, y con mano temblorosa cogió una carta y apostó una moneda de oro. Muchos de los jugadores miraron al viejo con profundo asombro y no disimularon su desprecio, pero el viejo ni se alteró lo más mínimo, ni pronunció una sola palabra. El viejo perdió..., perdió una apuesta tras la otra, y cuanto más perdía, más se regocijaban los demás jugadores. Pues bien, cuando el viejo, que cada vez doblaba sus apuestas, apostó de una vez quinientos luises de oro a una sola carta, y en el mismo instante los perdió, uno de los jugadores exclamó, riéndose:

—¡Suerte, signor Vertua, mucha suerte, no pierda los ánimos, continúe jugando, y ya veréis cómo al final haréis saltar la banca con una enorme ganancia!

El viejo lanzó al burlón una mirada de basilisco y luego desapareció corriendo, para volver pasada una media hora con los bolsillos repletos de oro. Y sin embargo, el viejo no pudo intervenir en el último corte de naipes, por haber perdido todo el oro que había traído. El caballero que, a pesar de su desarreglada conducta, todavía conservaba cierto decoro, que pretendía hacer valer en los salones de su banca, sintió gran enojo, por la burla y el desprecio con que se había tratado al viejo. Por este motivo, cuando el anciano hubo salido, se dirigió seriamente al jugador que se había burlado y a otros dos jugadores más que se habían destacado por sus muestras de desprecio.

—Bien, caballero —exclamó uno de ellos—. Es que acaso no conoce usted al viejo Francesco Vertua. Pues si le conociera, lejos de quejarse usted de nuestra conducta, la aprobaría. Habrá usted de saber que este Vertua, napolitano de nacimiento, que vive desde hace quince años en París, es el más vil y sórdido avaro, y el más detestable usurero del mundo. Los sentimientos humanos le son ajenos, vería hasta a su mismo hermano retorcerse a sus pies en la agonía de la muerte, y aun cuando pudiese salvarle, no soltaría ni un solo luis de oro. Le abruman las maldiciones y las amenazas de una multitud de individuos, de familias enteras a las que ha hundido en la miseria, a causa de sus satánicas especulaciones. Todos los que le conocen, le odian, y cada uno de ellos desea que un espíritu vengativo le castigue y acabe con su vida, tan manchada de oprobio.
—Jamás ha jugado, al menos desde que está en París, y así no le debe extrañar a usted nuestro asombro, cuando vimos al avaro acercarse a la mesa de juego. Al mismo tiempo nos regocijamos por sus cuantiosas pérdidas, pues la verdad es que hubiera sido duro, muy duro, que la suerte hubiese favorecido a semejante malvado. ¡Lo que sí es cierto, caballero, es que la riqueza de su banca ha deslumbrado a ese viejo loco! Pensaba desplumarle a usted, pero ha sido al revés, él es el que ha salido desplumado. Lo que resulta incomprensible es lo que le ha llevado a Vertua, el espíritu de la avaricia, a apostar tan alto en el juego. ¡Bueno, el caso es que ya no volverá más y quedaremos libres de él!

Sin embargo, esta suposición no se realizó, pues a la noche siguiente ya estaba Vertua de vuelta, en la banca del caballero, donde apostó y perdió una suma mucho mayor que la del día anterior. Con todo, permaneció tranquilo y hasta sonreía a veces, con una amarga sonrisa irónica, como si estuviera seguro de que pronto todo cambiaría. Pero, como un enorme torrente, iban en aumento cada noche las pérdidas del anciano, al final de las cuales se calculó que había pagado al banquero treinta mil luises de oro. Pasado cierto tiempo, volvió de nuevo a la sala de juego, cuando éste ya estaba muy adelantado, se colocó a cierta distancia de la mesa, pálido, con la mirada fija en las cartas que iba tirando el caballero. Finalmente, cuando el caballero volvió a barajarlas, y presentó la baraja para cortar, el viejo exclamó con una voz tan estridente "¡Alto!" que todos se estremecieron y miraron hacia atrás. Entonces el viejo, abriéndose paso hasta el caballero, le dijo al oído, con voz sorda:

—¡Caballero!, mi casa de la calle de Saint Honoré con todos sus muebles, mi vajilla de plata y de oro, mis joyas tasadas en ochenta mil francos, ¿las acepta usted como apuesta?
—Bueno —respondió el caballero fríamente, sin volverse hacia el viejo, y empezó a cortar.
—La sota —dijo el viejo, y a la primera tirada había ya perdido la sota. El viejo vaciló y se apoyó en la pared, inmóvil y paralizado como una estatua. En adelante nadie se ocupó de él.
Terminado ya el juego, cuando los jugadores se dispersaban y el caballero con sus croupiers recogía en una caja el dinero ganado, el viejo Vertua, como un fantasma, salió de su rincón y acercándose al caballero le dijo con voz hueca y apagada:
—¡Una palabra aún, caballero, una sola palabra!
—Y bien, ¿qué hay? —repuso el caballero, mientras sacaba la llave de la caja, mirando con desprecio al viejo de pies a cabeza.
—He perdido toda mi fortuna —continuó el viejo— en vuestra banca. Caballero, ya nada, nada me queda, ni siquiera sé dónde podré descansar mañana y dónde calmaré mi hambre. Caballero, a usted recurro. Présteme usted la décima parte de la cantidad que me ha ganado a fin de volver a empezar mis negocios y que pueda sobreponerme a esta horrible miseria.
—En qué está usted pensando —respondió el caballero—, en qué está usted pensando, signor Vertua, ¿no sabe usted que un banquero no debe jamás prestar dinero de sus ganancias? Esto iría contra la regla, de la que no me aparto lo más mínimo.
—Tiene usted razón, caballero —respondió Vertua—. Tiene usted razón, mi petición era absurda..., exagerada..., la décima parte. ¡No, présteme usted la vigésima parte!
—¡Le repito —dijo el caballero, enojado— que no presto absolutamente nada de lo que gano!
—Es cierto —dijo Vertua, mientras que su semblante palidecía cada vez más y fruncía el ceño con mirada sombría—. Yo tampoco lo hubiera hecho en otro tiempo..., pero ahora conceda usted una limosna al mendigo..., dadle cien luises de oro de la cantidad con que la ciega suerte le ha favorecido.
—¡Es verdad —dijo el caballero con gran enfado— que sabéis atormentar a la gente, signor Vertua! Ya le digo a usted que no obtendréis de mí ni ciento, ni cincuenta, ni veinte, ni siquiera un luis de oro. Tendría yo que estar loco para concederle el menor socorro, para que volviese a empezar su infame oficio. El destino le ha abatido a usted en el polvo, como a un gusano venenoso, y sería un crimen volver a levantarle. ¡Váyase usted y permanezca arruinado como se lo tiene merecido!

Cubierto el rostro con ambas manos, cayó al suelo el viejo Vertua dando un gran suspiro. El caballero ordenó a su criado que llevase la caja al coche, y luego dijo con voz enérgica:
—¿Cuándo me entregará usted su casa y todos los efectos, signor Vertua?
Al instante Vertua se levantó del suelo, y dijo con voz firme:
—¡Ahora mismo, en este mismo instante, caballero! ¡Venga usted conmigo!
—Bien —repuso el caballero—, podemos ir juntos en mi coche hasta su casa, que dejará usted mañana para siempre.
Durante todo el camino ni Vertua ni el caballero pronunciaron una sola palabra. Cuando llegaron ante la casa en la calle de Saint Honoré, Vertua tiró de la campanilla. Una mujer vieja salió a abrirle y exclamó al ver a Vertua:
—¡Oh, Dios Santo! ¡Por fin llegáis, signor Vertua! ¡Ángela estaba mortalmente inquieta por usted!
—¡Callad —repuso Vertua—, quiera el cielo que Ángela no haya oído esta malhadada campanilla! ¡No debe enterarse de que he llegado!
Y en diciendo esto, le quitó de las manos el candelabro con las velas encendidas y alumbró al caballero, yendo él delante hacia las habitaciones.
—Me he resignado a todo —dijo Vertua—. ¡Caballero, sé que me odiáis y que me despreciáis! Tanto usted como otros os complacéis con mi ruina, pero usted no me conoce. Habéis de saber que en otros tiempos fui un jugador como usted y que la fortuna me fue tan favorable como ahora a usted, que recorrí media Europa, deteniéndome donde hallaba más rico el juego, con la esperanza de una ganancia considerable, y que todo el oro afluía a mi banca incesantemente como lo hace hoy en día en la vuestra.

Yo tenía una esposa bella y fiel, a la que abandonaba, y ella se sentía desgraciada, a pesar de estar rodeada de lujo y de riqueza. Sucedió un día, en Génova, donde yo tenía establecida mi banca, que un joven romano perdió en mi banca todo su patrimonio. Lo mismo que yo os suplico hoy, él me suplicaba que le prestase dinero, por lo menos para poder regresar a Roma. Y se lo negué con una sonrisa sardónica, y entonces presa de rabia y de desesperación, se abalanzó sobre mí con un estilete que llevaba y me lo clavó en el pecho...


II


Trabajo les costó a los médicos salvarme, pero mi enfermedad fue larga y penosa. Mi mujer me cuidó, me consoló y me sostuvo cuando mi ánimo estaba a punto de perecer, pero cuando mi curación fue total, me sentí aún penetrado de un sentimiento que cada vez se apoderaba más de mí y que hasta entonces no había conocido. Al jugador le son ajenos todos los afectos humanos, de tal modo que yo no sabía siquiera lo que era el amor y la tierna adhesión de una mujer amante. Los remordimientos destrozaban mi alma cuando consideraba qué ingrato había sido mi corazón contra mi esposa, al pensar en la vida criminal que le había ofrecido. Yo veía aparecer a todos los fantasmas vengadores, cuya felicidad y existencia había destruido con una atroz indiferencia, y oía cómo sus voces roncas y sepulcrales me reprochaban las calamidades y culpas innumerables de que había sido yo la causa. ¡Sólo mi mujer lograba, entonces, calmar mi indecible desesperación y desterrar el horror que me sobrecogía!... Hice la promesa de no volver a tocar nunca más una carta. Me retiré, y librándome de los lazos que me retenían, y resistiendo los ruegos de mis croupiers, que no querían renunciar a mí y a mi fortuna, compré cerca de Roma una pequeña casa de campo, lugar al que huí con mi mujer, ya completamente curado. ¡Ay, sólo un año pude gozar de la felicidad, de la paz y de la calma, que había ignorado siempre!

Mi mujer me dio una hija y murió pocas semanas después. Presa de la desesperación, acusé al cielo y me maldije a mí mismo y a mi infame vida, de la que se vengaba el poder eterno, arrebatándome a mi mujer, el único ser que me había salvado, y en quien había hallado consuelo y esperanza. Como el criminal que teme el horror de la soledad, me sentí instigado a dejar la casa de campo y venirme a París. Ángela estaba floreciente y era el vivo retrato de su madre, yo la adoraba, por ella quise no sólo conservar mi fortuna, sino aumentarla. Es cierto que he prestado dinero a un alto interés, pero es una infame calumnia el acusarme de ser un usurero fraudulento. ¿Quiénes son los que me acusan de esto? Unos jóvenes locos, que me molestan de continuo, para que les preste una cantidad, que en cuanto la obtienen la malgastan como algo sin valor.

Pero este dinero no es mío, es de mi hija, y yo soy únicamente el administrador de sus bienes, lo que hago con absoluta seriedad. No hace mucho que salvé a un joven de la ruina y de la infamia, prestándole una suma considerable. No pronuncié una sílaba para exigirle la restitución, pues sabía que era muy pobre y que tardaría en cobrar su herencia. Cuando llegó el caso, reclamé la restitución de la deuda. ¿Queréis creerme, caballero, que aquel malvado, que me debía su existencia, se atrevió a negarme la deuda y me trató de miserable avaro cuando judicialmente le exigí que me pagase?... Muchos otros rasgos semejantes podría contarle que me han endurecido y hecho insensible para la prodigalidad y la bajeza. ¡Aún más! Podría decirle a usted que más de una vez he secado lágrimas, y que muchas oraciones por mí y por mi Ángela han subido al cielo, pero todo esto lo consideraría usted como falsa palabrería y alarde, y además no haríais caso alguno, ¡porque usted también es un jugador!

Creí haber apaciguado a los poderes divinos, ¡vana ilusión!, puesto que le fue permitido a Satanás que me tentase más funestamente que nunca. ¡Oí hablar de vuestra suerte, caballero! Todos los días sabía que este o aquel jugador se había convertido en un mendigo apostando en vuestra banca, entonces tuve la idea de probar la suerte en el juego, que nunca me había abandonado, apostando contra la vuestra, para poner un término a vuestras ganancias. Desde entonces esta idea, que no podía proceder sino de una extraña locura, no me dio tregua ni descanso. Así es como me dirigí a vuestra banca, y así fue como me cegué por esta horrible fascinación, hasta que mi fortuna..., mejor dicho la de Ángela, pasó a manos de usted. ¡Ahora todo se acabó! ¿Permitirá usted que mi hija se lleve sus vestidos?

—El guardarropa de vuestra hija no me pertenece —contestó el caballero—. También puede usted llevarse las camas y los muebles que necesite. ¿Qué quiere usted que haga yo con todos estos trastos? Pero tenga usted cuidado de que no se lleven ninguno de los objetos de valor que me pertenezcan.
El viejo Vertua miró fijamente durante un par de segundos al caballero; luego un torrente de lágrimas inundó su rostro y anonadado por el dolor y la desesperación cayó de rodillas a sus pies, exclamando, con las manos cruzadas, suplicante:
—¡Caballero, si aún le queda a usted algún sentimiento de humanidad en el corazón..., apiádese..., tenga piedad!... No de mí, sino de mi hija, de mi Ángela, de este ángel inocente a quien precipita usted a la miseria. ¡Oh, compadézcase usted de ella! ¡Préstele usted a ella, a mi Ángela, la vigésima parte de sus bienes, de los que usted le ha despojado! ¡Oh, estoy seguro de que os compadeceréis!... ¡Oh, Ángela, hija mía!
Y en diciendo esto, el anciano sollozaba, lloraba e invocaba con voz desesperada el nombre de su hija.
—Esta escena teatral de mal gusto empieza a aburrirme —dijo el caballero, indiferente y enojado, y en aquel instante se abrió la puerta y una joven se precipitó vestida con un peinador blanco, con los cabellos sueltos, reflejada la muerte en su semblante, dirigiéndose hacia el viejo Vertua, al que levantó y abrazó, exclamando:
—¡Oh, padre mío..., padre mío..., lo he oído todo..., todo...! ¿Que lo ha perdido usted todo?... ¿No tenéis, acaso, a vuestra Ángela? ¿Para qué necesitamos los bienes y el dinero? ¿Acaso Ángela no sabría cuidar de usted y alimentarle?

Oh, padre mío, no se envilezca usted más ante este monstruo despreciable. ¡No somos nosotros, es él quien queda pobre y miserable, en medio de sus vanas riquezas, porque permanece en un abandono cruel e inconsolable, sin un corazón amante en toda la tierra que pueda apretarle contra su pecho y en el que pueda confiarse cuando desespere de la vida! ¡Venga usted, padre mío..., abandonemos esta casa, apresurémonos a huir para que este hombre abominable no pueda cebarse en su desesperación!

Vertua cayó casi desmayado en un sillón, Ángela se arrodilló a sus pies, le cogió las manos y se las cubrió de besos, le acarició, enumerando al mismo tiempo, con infantil prolijidad, todos sus méritos y conocimientos, con los que pensaba alimentar a su padre, suplicándole con ardientes lágrimas que desterrase toda pena, ya que ahora la vida tendría a sus ojos su verdadero precio, pues en vez de dedicarse al placer, la consagraría a su padre, dedicándose a coser, a cantar y a tocar la guitarra. ¿Qué pecador endurecido hubiera podido permanecer indiferente al contemplar a Ángela resplandeciente con celestial belleza, y al oírle consolar a su padre con voz dulce y celestial, y al ver el amor más puro que manaba de lo profundo de su corazón, así como la virtud más inocente? Así le sucedió al caballero; sintióse presa de remordimientos y angustias infernales. Ángela se le apareció como un ángel divino exterminador, que con su brillo despejaba el velo de niebla que hasta ahora le había ofuscado, y vio con toda claridad su mezquina y hedionda desnudez.

Así es que del fondo de aquel infierno, cuyas llamas ardían en el interior del caballero, brotaba un rayo puro y brillante que semejaba el resplandor y la beatitud celeste, pero el brillo de esta luz hacía aún más espantosa su pena indecible. El caballero, hasta ahora, nunca había amado. En el momento en que vio a Ángela, sintió una pasión irresistible, y al mismo tiempo le sobrecogió un dolor tan grande que le sumió en absoluto desaliento. ¿Acaso podía esperar algo el hombre que se había presentado con el carácter del caballero ante aquella hija del cielo, ante la pura y la maravillosa Ángela?

El caballero quiso hablar, pero no pudo hacerlo, fue como si un repentino calambre hubiera detenido su lengua. Por fin, haciendo un esfuerzo para rehacerse, balbuceó tembloroso:
—Signor Vertua..., oiga usted..., yo no le he ganado a usted nada..., absolutamente nada..., aquí está mi cajita..., suya es... ¡No basta!... Aún le debo a usted más..., yo estoy en deuda con usted... Tome usted..., tome...
—Oh, hija mía —exclamó Vertua, pero Ángela se levantó y dirigiéndose al caballero le miró con una mirada orgullosa y le dijo con acento tranquilo y severo:
—Caballero, sepa usted que hay algo que vale más que el oro y las riquezas: ¡los sentimientos que le son a usted desconocidos; pero que alivian nuestras almas con un consuelo celestial y que nos hacen rechazar sus ofrecimientos y sus regalos con desprecio! ¡Guarde usted las riquezas de Mammon, sobre las que pesa la maldición fatal que le perseguirá como el jugador réprobo y desalmado!
—¡Sí! —exclama el caballero fuera de sí, con mirada salvaje y con acento terrible—. Sí, maldito..., yo quiero ser maldito y precipitado en lo más profundo de los infiernos, si jamás esta mano llega a tocar un solo naipe!... Y si después de esto usted, Ángela, me rechaza de su lado, usted será quien causará mi inevitable pérdida... ¡Oh, no sabéis nada..., no podéis comprenderme..., me tendríais por loco!... Pero ya lo verá usted, y me creerá cuando me vea tendido a sus pies, levantada la tapa de los sesos... ¡Ángela! ¡De usted depende mi vida o mi muerte!... ¡Adiós!

En diciendo esto, el caballero se precipitó fuera del aposento, presa de la mayor desesperación. Vertua había adivinado lo que sucedía en su interior, y trataba de hacer comprender a la bella Ángela que determinadas circunstancias podían hacer necesario aceptar la dádiva del caballero. Ángela se mostró horrorizada al oír a su padre. No podía comprender cómo jamás el caballero pudiese alcanzar otra cosa que su desprecio. Pero el destino que guía los corazones, sin ellos mismos saberlo, y a veces contra su voluntad, dio por resultado algo enteramente contrario a todas las previsiones. Al caballero le pareció como si de repente hubiese salido de un horrible sueño; veíase al borde del abismo infernal, y en vano tendía los brazos hacia la figura celestial y radiante que se le había aparecido no para salvarle..., ¡no!, sino para recordarle su condenación.

Para asombro de todo París, desapareció la banca de la casa de juego del caballero de Menars, y como no se le volviese a ver más, corrieron los más extraños e infundados rumores. El caballero evitaba toda sociedad, pues su amor se manifestaba como un pesar sombrío y profundo. Sucedió un día que paseando taciturno por los jardines de la Malmaison, se encontró al viejo Vertua con su hija... Ángela, que siempre pensó que la vista del caballero sólo le podía inspirar horror y desprecio, se sintió singularmente conmovida cuando vio ante sí al caballero pálido como un muerto, confuso, en una actitud respetuosa, apenas atreviéndose a levantar los ojos del suelo. Ángela sabía muy bien que el caballero desde aquella noche fatal había renunciado al juego, y que había cambiado completamente su modo de vida. Ella, ella sola había obrado esto, había salvado al caballero de la perdición. ¿Qué podía lisonjear más su vanidad de mujer?

Sucedió, pues, que cuando Vertua y el caballero hubieron intercambiado sus saludos, Ángela le preguntó con el tono de una suave y benéfica compasión:
—¿Qué le sucede a usted, caballero de Menars, se encuentra usted enfermo? En verdad que debería usted procurarse un médico.
Hay que imaginar que las palabras de Ángela iluminaron al caballero como una consoladora esperanza. En el mismo instante se transformó. Irguió la cabeza y de sus labios manó aquella apasionada locuacidad, que anteriormente arrastraba todos los corazones. Vertua le recordó que fuese a tomar posesión de la casa que había ganado.
—¡Sí —dijo el caballero entusiasmado—, sí, signor Vertua, iré! Mañana iré a su casa, pero permitidme que no nos pongamos acordes tan pronto en las condiciones, cuando se necesitan tantos meses para un acto semejante.
—Está bien, caballero —repuso Vertua sonriendo—, creo que con el tiempo podremos hablar de otras cosas que ahora están muy lejos de nuestra mente.

Como es de suponer, el caballero, muy consolado, recuperó la amabilidad que le caracterizaba, antes de que fuera presa de la pasión ruinosa y desordenada. Hizo muy frecuentes visitas a casa de Vertua, y Ángela parecía cada vez más inclinada hacia aquel ser del que se consideraba ángel tutelar, hasta que, por fin, convencida de que le amaba, le prometió su mano, con gran alegría del viejo Vertua, quien desde aquel momento juzgó ya como terminado el asunto de su fortuna perdida contra el caballero. Ángela, la feliz prometida del caballero de Menars, se encontraba un día sentada frente a la ventana, sumida en mil pensamientos amorosos, llenos de felicidad, como suelen ser frecuentes en los que se van a desposar, pero he aquí que acertó a pasar delante de ella un regimiento de cazadores tocando sus alegres trompetas, que marchaba para la campaña de España. Ángela contemplaba con piedad aquella gente destinada a ser víctima de aquella funesta guerra, cuando he aquí que un joven, volviendo con viveza las riendas de su caballo, lanzó una rápida mirada a Ángela, que cayó desmayada en su silla.

¡Ay!, el cazador que marchaba también a una muerte cierta no era otro que el joven Duvernet, el hijo del vecino, el compañero de su infancia, que venía a verla casi todos los días, hasta que dejó de hacerlo cuando apareció el caballero de Menars. En la mirada quejosa del joven, donde se leía la sentencia de su muerte, Ángela se dio cuenta por primera vez no sólo de cuánto la había amado, sino de que también ella misma, sin saberlo, le amaba, y que sólo había sido deslumbrada y fascinada por la seducción que se desprendía del caballero. Fue entonces cuando comprendió los tímidos suspiros del joven, sus atenciones silenciosas y sin pretensión alguna, y entonces únicamente comprendió su verdadera inclinación y las palpitaciones de su corazón cuando llegaba Duvernet y cuando oía su voz.

—¡ Ya es muy tarde..., está perdido para mí! —se dijo Ángela en su interior. Y tuvo el valor de luchar contra el penoso sentimiento que la desgarraba, y la energía de su voluntad la sacó vencedora.
Sin embargo, no dejó de percibir la penetrante mirada del caballero que algo había sucedido, pero poseía demasiada delicadeza para procurar descubrir un secreto que Ángela creía deberle ocultar, y se contentó, para conjurar el poder de la fuerza amenazadora, con apresurar la ceremonia de su matrimonio, cuya celebración llevó a cabo con mucho tacto y con gran consideración por el estado y la situación en que se encontraba su bella prometida, de tal modo que ésta no pudo por menos de apreciar la perfecta amabilidad del esposo. El caballero dispensó a Ángela toda clase de atenciones, satisfaciendo hasta sus menores deseos y haciéndola objeto de su mayor consideración, así como de su amor más puro, y logró que el recuerdo de Duvernet se borrase por completo de su mente.

La primera nube que enturbió su felicidad fue la enfermedad y la muerte del viejo Vertua. Desde aquella noche en que había perdido todos sus bienes en la banca del caballero, Vertua no había vuelto a tocar siquiera un naipe; pero en los últimos momentos de su vida el juego parecía absorber exclusivamente todas sus facultades. Mientras el sacerdote que había venido para darle en los últimos momentos el consuelo de la religión le hablaba de cosas espirituales, el anciano, acostado y con los ojos cerrados, murmuraba entre dientes: "Perd... gagne...", al tiempo que con sus manos temblorosas por las convulsiones de la agonía hacía los movimientos de barajar, cortar y tirar los naipes. En vano Ángela y el caballero se inclinaban hacia él, le llenaban con los nombres más tiernos, pues parecía no oírles. Con un profundo suspiro, "gagne", exhaló su último aliento.
»En medio de su profundo dolor, Ángela no pudo impedir sentir un estremecimiento de terror, al pensar en aquella siniestra muerte. La imagen de aquella espantosa noche, en que vio por primera vez al caballero bajo el aspecto de un jugador enfurecido y frenético, acudió de nuevo ante sus ojos, y le inspiró la idea de que quizá el caballero se quitaría la máscara de ángel para presentársele con sus verdaderos rasgos de demonio y recobrar su anterior vida. Pronto, en verdad, los presentimientos de Ángela se realizaron.

Aunque al caballero le había aterrorizado el género de muerte del viejo Francesco Vertua, que despreciando en las ansias de la muerte los socorros de la Iglesia persistía en la idea de su antigua vida pecadora, sin embargo, sin saber cómo sucedió, volvió a sentir la pasión del juego más viva que nunca, de tal modo que cada noche soñaba estar sentado en la banca recogiendo nuevas riquezas. Así como Ángela, embargada por el recuerdo de la primera aparición del caballero, se mostraba retraída en su actitud, llena de amor y de confianza, que le eran familiares respecto a su marido, en el alma del caballero también penetró la desconfianza hacia Ángela, cuyo retraimiento y reserva atribuía a aquel secreto que le había ocultado. Esta desconfianza engendró el descontento y el mal humor, que se hicieron manifiestos con frecuencia, y ofendieron a Ángela. Por un singular efecto psíquico simultáneo, Ángela sintió reanimarse en su corazón la imagen del infeliz Duvernet, y con ella el sentimiento penoso de aquel amor destruido para siempre que había florecido en su juvenil corazón.

Finalmente, la incomprensión entre los esposos fue creciendo de tal modo que el caballero, aburrido de la sencillez de su vida, hallándola insípida, sintió deseos ardientes de volverse a presentar en el mundo. La mala estrella del caballero comenzó a reinar entonces. Lo que había empezado como fastidio y cansancio interior fue acabado por un malvado que en otro tiempo había sido croupier en la banca del caballero, quien, cediendo a sus pérfidas insinuaciones, acabó por encontrar su conducta pueril y ridícula. No podía comprender cómo por culpa de una mujer había podido abandonar un mundo que le parecía la única cosa digna de ser vivida.

Poco tiempo después, la banca del caballero de Menars brillaba por el oro más que nunca. La suerte no le había abandonado, las víctimas se sucedían una tras otra y las riquezas se amontonaban en su mesa. Pero rota, destruida y aniquilada, de mala manera, la felicidad de Ángela podía compararse a un corto y hermoso sueño. El caballero la trataba ahora con indiferencia, ¡incluso con desprecio! A veces pasaban semanas y meses enteros sin que siquiera se viesen; un viejo mayordomo se ocupaba de los asuntos de la casa y los criados eran reemplazados según el humor del caballero, de tal modo que Ángela, como una extranjera en su casa, no hallaba en ninguna parte el menor consuelo. A menudo, cuando en sus noches de insomnio oía detenerse ante la puerta el coche del caballero, y oía cómo mandaba sacar la pesada caja con palabras secas y duras, y luego oía cómo se cerraba la puerta de su alejado aposento, entonces manaba de sus ojos un torrente de lágrimas, y en su profunda pena pronunciaba más de cien veces el nombre de Duvernet, suplicando a la Providencia que pusiese fin a su existencia, llena de tantos pesares.

Sucedió, un día, que un joven de buena familia, después de haber perdido todos sus bienes en la banca del caballero, se mató, disparándose un tiro en la sien, en la misma sala de juego, de modo que sus sesos y su sangre salpicaron a los jugadores, que retrocedieron horrorizados. Sólo el caballero conservó su sangre fría, y viendo que todos se iban a marchar, preguntó si se debía dejar el juego sólo porque un loco no hubiera sabido guardar las reglas ni dominar sus impulsos. El suceso causó gran sensación. Y la conducta inconcebible del caballero indignó hasta a los jugadores más empedernidos. Todos se volvieron contra él. La policía suprimió la banca. Se le acusaba de hacer falso juego, y su inaudita suerte justificaba la verdad de estas acusaciones. No pudo demostrar su inocencia, de modo que la multa que tuvo que sufrir le arrebató una gran parte de sus riquezas. Viose insultado y despreciado; y fue entonces cuando volvió a los brazos de su mujer que, a pesar de sus malos tratos, volvió a acoger al pecador arrepentido, pues el recuerdo de su padre, que había abjurado de los errores del juego, le dejaba entrever un rayo de esperanza, y la edad madura del caballero era un motivo más para creer en una posible conversión.

El caballero con su mujer abandonó París y se estableció en Génova, lugar donde había nacido Ángela. En los primeros tiempos el caballero hizo una vida bastante retirada. Trató en vano de restablecer aquellas tranquilas relaciones hogareñas del pasado con Ángela, que su mal demonio había destruido. No pasó mucho tiempo sin que una interior inquietud le llevase en busca de distracciones. Su mala reputación le había seguido desde París a Génova; a pesar de la irresistible tentación que tenía de volver a poner banca, no se atrevió a hacerlo... Por esta época, la banca más rica de Génova la tenía un coronel francés, que se había retirado del servicio a causa de heridas muy graves. Con envidia y odio a la vez, se presentó el caballero ante esta banca, pensando que su acostumbrada buena suerte le acompañaría y vencería a su rival.

El coronel saludó al caballero con alegría, y le dijo que desde aquel instante la lucha tendría más valor, ya que la participación del afortunado caballero de Menars haría que el juego fuese más interesante. En efecto, los naipes le fueron favorables al caballero en los primeros cortes. Pero confiando en su invencible suerte, "Va banque", y en un momento perdió una cantidad muy considerable. El coronel, que solía permanecer impasible tanto en su buena como en su mala fortuna, recogió el dinero del de Menars dando muestras de una excesiva alegría.

Desde aquel instante se eclipsó la suerte del caballero. Jugaba cada noche y cada noche perdía, hasta que todos sus bienes se consumieron y únicamente le quedaron dos mil ducados en letras de cambio. El caballero se pasó todo el día corriendo de un lado para otro para poder vender este papel, siendo ya muy tarde cuando volvió a su casa; llegada la noche, cuando ya se disponía a salir con las últimas monedas de oro en el bolsillo, Ángela le salió al encuentro, pues presentía lo que iba a suceder, y bañada en lágrimas, echándose a sus pies, le suplicó por la Virgen y todos los santos celestiales que renunciase a esta funesta empresa que les precipitaría en la ruina.

El caballero la levantó, la abrazó dolorosamente enternecido y le dijo con voz sofocada:
—¡Ángela, mi querida Ángela! No puedo remediarlo, es menester que siga mi destino. ¡Pero mañana..., mañana habrán cesado todas tus penas, pues te juro por el supremo poder que nos gobierna que hoy será la última noche que juegue!... Tranquilízate, mi dulce amiga..., duerme..., sueña en los días felices, en una vida más dichosa que pronto gozarás..., ¡y esto me traerá la suerte!

En diciendo estas palabras, el caballero besó a su esposa y salió precipitadamente.
En dos cortes el caballero perdió todo,... todo. Permaneció inmóvil junto al coronel, con la mirada fija, como estupefacto, sobre la mesa de juego.
—¿No apuesta usted más, caballero? —preguntó el coronel, barajando para el próximo corte.
—Lo he perdido todo —respondió el caballero, intentando permanecer tranquilo.
—¿Es que ya no le queda a usted nada? —preguntó el coronel al corte siguiente.
—¡Soy un mendigo! —exclamó el caballero con voz temblorosa, en la que denotaba la rabia y su dolor, siempre con la vista fija en la mesa de juego, y sin darse cuenta de que los jugadores iban sacando ventaja al banquero.
El coronel volvió a jugar tranquilamente.
—Sin embargo, tiene usted una mujer muy hermosa —dijo en voz baja el coronel, sin mirar al caballero, barajando los naipes para otro corte.
—¿Qué ha querido usted decir con esto? —exclamó el caballero, enojado.
El coronel siguió su juego, sin contestar al caballero.
—¡Diez mil ducados! ¡O... Ángela! —dijo el coronel medio vuelto de espaldas, mientras daba a cortar las cartas.
—¡Está usted loco! —exclamó el caballero, quien, sin embargo, habiendo recobrado su sangre fría, se dio cuenta de que el coronel perdía continuamente.
—Veinte mil ducados contra Ángela —dijo el coronel en voz baja, cesando por un momento de barajar.
El caballero permaneció silencioso, el coronel siguió jugando y casi todas las cartas le fueron contrarias.
—¡Vale! —dijo el caballero al oído del coronel, cuando éste empezaba de nuevo un corte y puso la sota en la mesa de juego.
Al primer golpe, ya había perdido la sota.
Se hizo atrás el caballero, rechinando los dientes, y fue a apoyarse en una ventana, con la desesperación y la muerte impresa en su semblante.
Terminó el juego, y el coronel se acercó al caballero, y burlonamente le dijo:
—Bien, ¿y ahora?
—¡Ah! —exclamó el caballero fuera de sí—. Usted me ha convertido en un mendigo; pero será menester que usted esté loco para suponer que me ha podido ganar a mi mujer. ¿Estamos acaso en las islas de las colonias? ¿Es acaso mi mujer una esclava, sujeta a la vana arbitrariedad de un dueño infame que puede venderla o jugársela? Sin embargo, efectivamente, hubiera usted tenido que pagarme veinte mil ducados si la sota hubiera ganado, por lo tanto, carezco del más mínimo derecho de oponerme si mi mujer quiere dejarme para seguirle a usted. ¡Venga usted conmigo, y verá que mi mujer le rechaza horrorizada, y con desesperación, ya que en el caso de tener que seguirle sería una amante sin honor!
—Usted será quien se desespere, sí, usted mismo, caballero —repuso el coronel con acento sardónico—, cuando Ángela le abandone, pues es usted un hombre vicioso y perdido que ha ocasionado su desgracia... ¡Desespérese usted cuando la vea arrojarse en mis brazos, y cuando sepa usted la consagración de nuestro enlace, y la felicidad que coronará nuestros mejores deseos! ¡Usted me considera loco!... ¡Oh!, caballero, yo únicamente quería ganar el derecho de imponer a usted mis pretensiones, pues, ¡ah!, yo sé que su mujer me ama a mí, y que me ama apasionadamente..., ¡sabed que yo soy Duvernet, el hijo del vecino, que se crió con Ángela, unido a ella por un ardiente amor, y separado de ella por vuestras satánicas seducciones!
"¡Ah! Sólo cuando mi marcha al ejército se dio cuenta Ángela de lo que yo significaba para ella, y cuando yo lo supe, ¡era ya tarde! ¡Un espíritu maléfico me inspiró la idea de que lograría arruinarle a usted en el juego..., le seguí a usted hasta Génova y ya lo he logrado!... ¡ Ahora vayamos a ver a su mujer!...
El caballero permaneció como anonadado, como si mil rayos ardientes le hubieran herido. Finalmente se le había revelado aquel secreto fatal, y entonces comprendió cuan desgraciada había hecho a la pobre Ángela.
—Ángela, mi mujer, decidirá —dijo con voz sorda el caballero, y siguió al coronel, que se precipitó a acompañarle.
Cuando entraron en la casa, y el coronel fue a poner la mano en el picaporte del aposento de Ángela, el caballero le rechazó con fuerza y le dijo:
—Mi mujer está durmiendo, ¿quiere usted turbar su apacible sueño?
—Hum —repuso el coronel—. ¿Acaso Ángela ha gozado un momento de descanso desde que usted le ha hecho padecer tan innumerables angustias?
El coronel se disponía ya a entrar cuando el caballero, postrándose a sus pies, exclamó con cruel desesperación:
—¡Tenga usted misericordia! ¡Ya que me ha reducido usted a la mendicidad, al menos déjeme usted mi mujer!
—También estaba así el viejo Vertua ante usted, hombre perverso e insensible, sin que hubiese podido enternecer su corazón de piedra. ¡Sufra usted, pues, la venganza del cielo!
Así habló el coronel, y de nuevo encaminó sus pasos hacia el aposento de Ángela.
El caballero se abalanzó hacia la puerta, la abrió, corrió las cortinas, exclamando:
—¡Ángela, Ángela! —inclinóse hacia ella, le tomó una mano, y quedándose de repente como paralizado, exclamó con voz terrible—: ¡Mire usted!... ¡Ha ganado el cadáver de mi mujer!
Aterrado, el coronel se acercó a la cama..., ninguna señal de vida... Ángela estaba muerta..., muerta...
Entonces el coronel levantó el puño cerrado contra el cielo, lanzó un sordo aullido y se precipitó fuera de la casa. ¡Jamás se supo nada de él!

Así terminó el desconocido su relato, y abandonó la banca de la sala de juego antes de que el barón, profundamente impresionado, pudiera decir algo. Pocos días después se encontraron al desconocido en su habitación, víctima de una apoplejía. Permaneció sin habla hasta el momento de su muerte, que tuvo lugar pocas horas después. Por sus papeles supieron que, a pesar de que hasta entonces se había dado a conocer con el nombre de Baudasson, no era otro sino aquel infeliz caballero de Menars.

El barón comprendió que esto era una señal del cielo, ya que cuando estaba al borde del abismo le había puesto al caballero de Menars en su camino para salvarle, y prometió resistir todas las añagazas de la engañosa fortuna en el juego. Hasta ahora ha cumplido su palabra.



E.T.A. Hoffman © (1776-1822)
(Ernst Theodor Wilhelm Hoffmann)


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