Ocurrió en un crepúsculo: un hombre de miserable condición aguardaba, bajo Rashomon, que amainara la lluvia.
No había ninguna otra persona bajo la gran Puerta. Apenas, sobre una enorme columna que había perdido fragmentos de su enlucido rojo, estaba posado un saltamontes. Rashomon se encuentra en la avenida Suzaku, y en ella podría esperarse encontrar, además de este hombre, a otras personas guareciéndose de la lluvia, mujeres tocadas con el sombrero cónico o samurais con el eboshi. Sin embargo, nadie estaba ahí, con excepción de él.
"¿Por qué?", se preguntarán ustedes. Bien, durante ese último par de años una serie de calamidades -sismos, ciclones, incendios, hambre- se habían abatido sobre la ciudad de Kyoto, y habían acarreado un desolación poco común en la capital. Una antigua crónica dice que hasta fueron rotas las estatuas de Buda, los objetos del culto budista, y que las delicadas maderas, enlacadas con cinabrio o enchapadas con oro y plata, fueron apiladas en los bordes de los caminos, donde se las vendía como combustible. Y dado que la propia capital se hallaba en semejante estado era natural que no se tuviera en cuenta la necesidad de refaccionar Rashomon: no había quien prestara atención al asunto. Cuando cayó completamente en ruinas, zorros y ladrones se aprovecharon de ella, unos y otros hicieron ahí sus madrigueras. Hasta se llegó a arrojar los cadáveres no reclamados en la galería de Rashomon. Y cuando caía el día, la gente atemorizada ni siquiera aceptaba aproximarse al lugar.
En cambio venían los cuervos, en grandes bandadas, no se sabía de dónde. Durante el día volaban en círculo, innumerables, graznando alrededor de las altas torres. Y al caer el sol se esparcían como granos de sésamo sembrados bajo el cielo púrpura que se dilataba por encima de la Puerta. Venían, evidentemente, para devorar los cadáveres abandonados.
Ese día, tal vez debido a lo tardío de la hora, no se veía a ninguno. Pero sus cagadas, caídas aquí y allá, formaban pequeñas manchas blancas sobre la escalera de piedra que amenazaba desplomarse y sobre las grandes matas de hierba que invadían las grietas. De pie en el más alto de los siete peldaños, el hombre, acurrucado bajo la tela de su kimono azul oscuro desvaído por los muchos lavados, miraba caer la lluvia con aire ausente. Su única preocupación era una gruesa pústula que emergía de su mejilla derecha.
Lo dije: "Un hombre de miserable condición estaba allá, aguardando que amainara la lluvia". En rigor de verdad, este hombre no tenía otra cosa que hacer, lloviera o no. En situación normal, debería estar cerca de su amo; pero éste lo había despedido cuatro o cinco días antes. Por aquella época la ciudad de Kyoto era presa, como ya lo dije, de una desolación poco común, de la cual la desgracia de este hombre expulsado por el amo al que había servido durante mucho tiempo era apenas una consecuencia insignificante. De modo que mejor hubiera sido decir: "Un hombre de miserable condición, desprovisto de todo recurso, estaba bloqueado por la lluvia, sin saber adonde ir", en vez de "Un hombre de miserable condición estaba allá, aguardando que amainara la lluvia". Por lo demás, ese día el aspecto del cielo contribuía notablemente a la depresión moral de aquel hombre de la época de Heian. La lluvia que había comenzado a caer en las primeras horas de la tarde, no parecía tener intención alguna de parar. Abstraído por el urgente problema que constituía su supervivencia inmediata, tratando de resolver una cuestión que sabía sin solución, el hombre escuchaba con aire ausente y rumiando deshilvanados pensamientos el ruido de la lluvia que caía sobre la avenida Suzaku.
La lluvia envolvía Rashomon, y ráfagas que venían de lejos amplificaban el ruido de su caída. Poco a poco las tinieblas fueron copando el cielo, y del techo colgaban, en el extremo de tus tejas inclinadas, torpes masas de sombrías nubes.
Para resolver un problema insoluble, no podía tardar en encontrar un medio. De lo contrario, bien podría morir de hambre al pie de un talud o al borde de un camino, y entonces su cadáver sería arrojado a la galería de la Puerta como el de un perro reventado. "Si todos los medios fueran permitidos...". El pensamiento del hombre, después de muchas vacilaciones se concentró sobre este punto decisivo. Pero, después de todo, ese "si" era para él, en tales circunstancias, lo mismo que "sí". Claro que aun reconociendo que cualquier medio sería justificado, al hombre le faltaba el coraje necesario para dar el primer paso exigido por su situación y admitir francamente esta conclusión inevitable: "No queda otro recurso que hacerme ladrón".
Lanzando un fuerte estornudo se estiró perezosamente. En Kyoto, donde la temperatura baja mucho al anochecer, el frío obligaba a añorar el fuego. En la oscuridad que comenzaba a reinar, el viento soplaba con violencia entre las columnas de la Puerta. El saltamontes posado sobre la columna enlucida con cinabrio había desaparecido.
El hombre, hundiendo el cuello entre los hombros, recorrió con la mirada los alrededores de la Puerta, mientras elevaba los bordes del kimono que llevaba sobre su ropa interior amarilla. Porque había decidido buscar, para pasar la noche, un lugar donde pudiera dormir tranquilo, lejos de las miradas de los hombres y al abrigo de la lluvia y el viento. Su mirada dio con una larga escalera que conducía a la galería de la Puerta. En cualquier caso, allí sólo encontraría cadáveres. Entonces, cuidándose para que su sable no se deslizara de la vaina, apoyó un pie calzado con sandalia en el primer peldaño de la escalera.
Transcurrieron algunos instantes. A mitad de camino sobre la alta escalinata que conducía a la galería, agazapado como un gato, reteniendo el aliento, espió para ver qué sucedía arriba. La luz que bajaba iluminaba tenuemente su mejilla derecha, esa mejilla en la que, bajo la maza de una patilla corta brotaba un grano rojo y purulento. Al comienzo, el hombre había estado lejos de imaginar que allí encontraría otra cosa que cadáveres. Pero cuando subió por los primeros dos o tres escalones, le pareció que arriba había luz, y que alguien la movía. Su sospecha provenía del hecho de que un resplandor molesto y amarillo se reflejaba, vacilante, desplazándose sobre el techo en cuyos rincones colgaban telarañas. Sin duda no podía ser una persona normal la que en esa noche de lluvia andaba con una luz en la galería de Rashomon.
Trepando tan silenciosamente como una salamanquesa, el hombre alcanzó el último peldaño de la escalinata. Y aplastando el cuerpo y estirando el cuello tanto como le era posible, observó, casi transido de espanto, el interior de la galería. Tal como lo esperaba, cadáveres descuidadamente arrojados alfombraban el suelo. Pero como el sector iluminado era menos amplio que lo que había imaginado, no pudo precisar el número de muertos. Apenas podía distinguir, con esa luz débil, que algunos cuerpos estaban desnudos y otros vestidos. Había hombres y mujeres, le pareció. Todos esos cadáveres, sin excepción, yacían en el suelo como muñecos caídos con las bocas abiertas y los brazos extendidos. ¡Quién reconocería en ellos a los seres vivientes de ayer! Algunas partes protuberantes de esos cuerpos, como las espaldas y los pechos, iluminados por vagos resplandores, hacían que el resto pareciese más sombrío. Estaban como coagulados en un mutismo implacable.
El olor de la descomposición lo había impulsado a taparse la nariz con la mano; sin embargo, permitió que esta mano descendiera repentinamente, porque una sensación todavía más fuerte abolió casi a la del olor.
Sus ojos habían discernido una silueta acurrucada en medio de los cadáveres. Era una vieja descarnada, canosa, harapienta, macilenta, de aspecto simiesco. Con una antorcha de pino en su mano derecha se inclinaba, como si la estuviera examinando, sobre la cabeza de un cadáver cuya larga cabellera hacía suponer que era el de una mujer.
Petrificado por un miedo con el que se mezclaba la curiosidad, el hombre retuvo el aliento durante algunos instantes. Para citar la expresión del autor de la antigua historia, el hombre sintió "que se le erizaban los pelos". Pronto la vieja, plantando su tea entre las maderas del piso, acercó sus manos a la cabeza del cadáver que contemplaba, se puso a arrancar, uno por uno, a la manera de una mona que depila a su pequeño, los largos cabellos de la muerta que, bajo sus manos, parecían desprenderse con suavidad.
A medida que los cabellos eran arrancados, el temor del hombre cedió paso a un sentimiento de odio contra la vieja, un odio que se encendía más y más en su corazón. No, sería inexacto decir "contra la vieja". Se debería decir, más bien, que la repulsión contra el mal se apoderó del hombre y que esa repulsión crecía segundo a segundo. Si en ese instante alguien le hubiera planteado nuevamente el problema que lo había preocupado bajo Rashomon, es decir, la alternativa entre convertirse en ladrón o morir de hambre, sin duda alguna este hombre hubiera escogido sin vacilar la segunda posibilidad. Porque su odio hacia el mal comenzaba a inflamarlo como la antorcha que la vieja había clavado entre las maderas.
Pero él no comprendía por qué la vieja arrancaba los pelos de los muertos. De manera que le resultaba imposible formarse un juicio moral razonable. De todas maneras, para él, el solo hecho de depilar los cadáveres en la galería de Rashomon, en una noche de lluvia, constituía una falta imperdonable. Había olvidado que sólo unos momentos antes había decidido convertirse en ladrón.
El hombre saltó desde el último peldaño al suelo, y con la mano sobre la empuñadura del sable se aproximó a la vieja a grandes pasos. Obviamente, la vieja se asustó y saltó como una piedra disparada por una honda.
-¡Bestia! ¿Qué estás haciendo? -vociferó el hombre, cortándole el paso a la vieja que, enloquecida, tropezaba con los cadáveres, tratando de huir, mientras el hombre forcejeaba para impedirlo. Por unos instantes se empujaron en medio de los cadáveres, silenciosamente, con el resultado que es fácil imaginar. El hombre terminó por voltear violentamente a su contrincante sobre el suelo y torciéndole el brazo, un brazo descarnado como una pata de pollo, gritó:
-¿Qué haces aquí? ¡Habla o...!
Había desenvainado su espada, apoyando el brillante acero sobre el cuello de la vieja desplomada. Sin embargo, ésta se mantuvo en silencio. Con los brazos temblorosos, los hombros sacudidos por su respiración agitada y los ojos tan abiertos que casi se salían de sus órbitas, la vieja se obstinó en callar como otra muerta. Al verla de esta manera, el hombre comprendió claramente que la suerte de la vieja dependía de lo que él decidiera. Esto mitigó en su interior el odio que había sentido un instante antes. Sólo quedaba en él la satisfacción salvaje pero serena que sigue a una proeza culminada. Dejó que su mirada descendiera sobre la vieja y que su voz se suavizara:
-No me confundas con un policía. Sólo soy un viajero que pasaba por Rashomon. No quiero encadenarte ni arrestarte. Dime solamente qué es lo que hacías aquí a esta hora.
Ante estas palabras, la vieja miró al hombre con ojos aún más abiertos, ojos crueles de ave de rapiña con órbitas rojas. Luego, como si masticara alguna cosa, movió los labios cuyas arrugas se confundían con las de su cuello. En su descarnado gaznate se movía una prominente nuez de Adán.
-¡Los pelos! ¡Los pelos! Quiero hacer una peluca.
La inesperada banalidad de la respuesta decepcionó al hombre. El cambio de su estado de ánimo no pasó desapercibido para la vieja que, sin soltar los largos cabellos arrancados a la cabeza de la muerta cuchicheó como si croara:
-Claro, ya sé que arrancar el cabello de los muertos es una vileza. Pero, créamelo, ninguno de éstos merece otra cosa. La mujer a la que le quité estos cabellos, por ejemplo, iba al cuartel de los oficiales a vender carne seca de serpiente. La cortaba en tiras cortas y la hacía pasar por pescado. Si la peste no hubiera acabado con ella, seguiría haciendo lo mismo. Parece que los oficiales estaban contentos con esta dieta, decían que la carne era buena.
De todos los ladrones que rondan por los cala carne era buena. Y por mi parte no creo que ella hiciera mal. No podía hacer otra cosa para evitar morirse de hambre. Tampoco creo que mi conducta sea reprensible. Si no arrancara los pelos, moriría de hambre. ¿Qué quiere que haga? Hasta esta mujer, si pudiera enterarse, me perdonaría, estoy segura.
La vieja habló un poco más en esos términos.
El hombre, con la mano izquierda sobre la empuñadura de su espada envainada, seguía con frialdad el discurso. Su mano derecha estaba atareada sobre la mejilla, con el grueso grano rojo y purulento. Y mientras así escuchaba a la vieja, el hombre sintió que una especie de decisión nacía en su pecho. La decisión que le había faltado cuando estaba bajo Rashomon, una decisión opuesta a la que había adoptado cuando se abalanzó sobre la vieja. Más aún: "morir de hambre" era para él, en esos momentos una idea tan lejana, tan ridícula, que ni siquiera podía detenerse a pensarla.
La vieja había terminado de hablar. El hombre le preguntó:
-¿Es verdad lo que dices?
Y después, adelantándose, abandonó bruscamente la atención de su grano, agarró a la vieja del cuello y le gritó en la cara:
-¡Entonces no te enojarás tampoco conmigo si te robo tu ropa? ¡Si no lo hiciera también yo moriría de hambre!
La desvistió rápidamente. Y con una patada envió sobre los cadáveres a la vieja que trataba de agarrarse de sus piernas. Había unos pasos hasta la escalera. Con la ropa rosada bajo el brazo, el hombre descendió velozmente y fue engullido por la noche oscura.
Un rato después la vieja, que había quedado tirada como una muerta, se levantó completamente desnuda, entre los cadáveres. A la luz de la llama que seguía dando su luz, se arrastró gimiendo, hasta la escalera. Desde ahí arriba, con la cabeza1 reclinada sobre la que colgaban los blancos cabellos cortos, se puso a mirar hacia la parte baja de Rashomon. Sólo veía tinieblas.
Qué se hizo del hombre, nadie, jamás lo supo.
Ryunosuke Akutagawa © (1892-1927)
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